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viernes, 26 de octubre de 2012

La hora de los valientes. Artículo publicado en el número 18 de la revista científica QdC (Cuadernos de Criminología)


Hoy, con el permiso del director de la revista y de ustedes, me van a permitir que les cuente una de esas historias doméstica, humana y trágica, descarnada y valiente. No sé cuánto puede tener de criminológico, científico o criminalístico; lo cierto es que me apetece contarla por lo emotiva que me pareció en aquel momento y también ahora, claro.  Una de esas historias que pone en valor consignas de otro tiempo como el honor, la lealtad y esa serie de valores un tanto deslustrados que vienen a justificar la entrega y la vocación de unos cuantos que hoy la llevan a gala. Tan dispuesto se está, que incluso perder la vida se entremezcla con el catálogo de actitudes que te predisponen a empezar una jornada que nunca sabes cómo va a acabar.
La cosa comienza en la cena de despedida de un compañero que se va a otra plantilla. Ya se sabe, viandas para la ocasión y buen vino, retahíla de recuerdos, anécdotas y chascarrillos varios para disfrutar de una velada que termina con los reconocimientos y los agradecimientos de una  y otra parte. Una emotiva despedida que suele terminar con aquello de: que tengas suerte allí donde vayas; como si la falta de ésta fuera crucial en el desempeño de esta función pública que requiere, para mi gusto, un plus de entrega y dedicación. Ya digo que fue una sobremesa al uso, de infantería, en plan: (…) te acuerdas de aquella que...; (…) y aquella otra cuando....; en fin, batallitas que diría aquel,  de todo tiempo y lugar, un tanto desnaturalizadas y frívolas que ayuden a darle ese toque irónico para hacerlas digeribles. Claro que entre medias se mezcla, en ocasiones, relatos que vienen a buscar el equilibrio entre lo más descorazonador y lo más humano, lo más trágico y lo más cómico, un cuarto y mitad de realidad teatralizada para que la cosa no se vaya de madre. En este contexto Fierro se gira hacia David, le toca el hombro con gesto fraternal y modula la voz para lanzar al aire una pregunta que se abre paso fría como un témpano, directa y a corazón  abierto: - ¿Cómo fue lo de tu padre? David, al ser aludido,  ni se resuelve incómodo en la silla, más bien parece haberle agradado la pregunta porque se dispone a relatar el suceso con el aire de quien sabe que lo hace dignificando el recuerdo de los que, como su padre, fueron víctimas de un atentado terrorista. Ha pasado el tiempo, pero a David no le resulta complicado ir desmenuzando los recuerdos y también lo que venía a decir la sentencia que en su día emitió la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Son de esos recuerdos que están marcados a fuego, filtrados por el cerebro y puestos a buen recaudo en un estante de la memoria a largo plazo. En aquel atentado falleció su padre, Andrés Muñoz Pérez, y otro compañero más, Valentín Martín Sánchez. Ambos eran miembros del TEDAX. Los 296 años a los que fue condenado José Luis Urrusulo Sistiaga por doce delitos de asesinato, diez de ellos frustrados, y un delito de estragos, no son nada comparado con el daño moral, irreparable, que deja en quienes se ven privados de la presencia de un ser querido; un latigazo siniestro que te deja marcado de por vida. Por aquel entonces Urrusulo Sistiaga formaba parte de un comando de ETA que había decidido atentar contra alguna de las empresas que habían participado en la construcción de la autopista de Leizarán. Las razones, aparte de esa oposición histórica a estar comunicados con  el "país opresor", añaden el impacto ambiental de la obra. Un miembro del comando decidió enviar el paquete a Madrid, pero lo hace desde la ciudad de Toledo a través de la empresa Servitrans; sabe cuál es la dirección de Construcciones Atocha -empresa que ha trabajado en la autovía de Leizarán- y la consigna en el destinatario. El paquete en cuestión deambula de acá para allá porque la empresa ha cambiado de dirección. Servitrans-Madrid hace gestiones con su sede en Toledo para concretar el envío y descubren que la dirección del remitente es ficticia. Esto infunde sospechas sobre la procedencia del paquete y al final recala en los TEDAX. Los conocimientos técnicos y la excelente preparación, a veces, no son suficientes para dar con una nueva incorporación tecnológica -malvada en esencia como ninguna-  que llega dispuesta a trastocar los protocolos de actuación más rigurosos desde el punto de vista de la seguridad y que busca, obsesiva, hacer daño a cualquier precio. -Sabréis de ampollas de mercurio  y dispositivos de inercia pero de células fotoeléctricas estáis caninos, -diría para sus adentros Joseba Arregui Erostabe, "Fitipaldi", cuando decidió atribuirse el macabro ingenio de incorporar estos dispositivos en los artefactos (¡valiente hideputa! -que diría Quevedo). La explosión se produjo poco después de las siete y media  de la tarde  de aquel funesto doce de junio de 1991. Tres quilos de amonal segaron la vida de los dos TEDAX. Decía David que los únicos enseres que le dieron de su padre fallecido, fueron un reloj de la marca casio con el cristal ennegrecido y roto por la explosión, y una alianza de boda. Efectos materiales que podrían resumir una vida de compromiso y riesgo asumido;  casado con la vida, y, al alimón, haciendo requiebros a diario para neutralizar los tiempos y envites que propone la muerte.
in memoriam
Durante mucho tiempo, en la casa del asesinado Subinspector Muñoz, estuvo sonando un ruido que procedía de algún lugar impreciso. Era un pitido que semejaba el sonido de una alarma. En una ocasión, moviendo enseres de un lado para otro, descubren de dónde sale el sonido de alarma que ya casi forma parte de sus vidas. En el interior de un armario hay una cajita, dentro de ella hay un reloj marca casio con el cristal ennegrecido y roto. Todos los días, al filo de las siete de la mañana, emite treinta segundos de alarma incierta. Esa lastimera hora a la que se levantan los valientes.