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jueves, 22 de marzo de 2012

Una profiler de aquí (artículo publicado en la revista científcia QdC8)


Juan Díaz de Garayo y Argandoña, "Sacamantecas"
Déjenme que les cuente el atisbo de inocencia que esconde una historia cruel. Sucedió en el último tercio del siglo XIX en tierras alavesas; se llamaba Juan Díaz de Garayo y Argandoña y, por tan rimbombante apellido, bien podría haber pertenecido a alguna familia de rancia estirpe. Pero no, de la presunta cuna solo heredó una vileza que todavía hoy estremece. Tanto es así que su siniestro currículo nada tiene que envidiar al del popular “Jack el Destripador”, y si me apuran al del mismísimo Ted Bundy, por poner dos ejemplos de personajes cuyo siniestro folklore ha sabido llenar audiencias televisivas  y páginas interminables de negro sobre blanco.
Al final uno se da cuenta de que no hacerse eco del ruido que tenemos en casa, forma parte de esa tradición tan nuestra de no comerciar con lo que siempre hemos llamado hechos aislados de la España profunda, dándole una importancia relativa que nos dura el tiempo justo que tarda en pronunciarse la palabra amnesia, limitándolo, en el mejor de los casos, a un aniversario, recordatorio subliminal o referencia histórica que tenga que ver con algún rifirrafe político. Los trapos sucios se lavan en casa y ya está.
En este caso bien está recuperarlo del desván de la memoria para airear alguno de sus pasajes más curiosos. Mientras lo hacemos, percibamos ese aroma que va del rancio al naftalina a medida que refrescamos alguna de las leyendas que integran nuestra más viva tradición. Ésta bien podría tener la apariencia de canción de cuna, o de pacto entre mayores e infantes para que estos últimos desplegasen toda una serie de habilidades psíquicas que les pusiese en alerta ante cualquier sensación de inseguridad, tratando, en la medida de lo posible, que ese aprendizaje reforzase su seguridad personal ante cualquier ataque externo. Por lo tanto, no era extraño para entonces ni tampoco hoy, hacer alusiones a determinados seres despiadados (“el hombre del saco, el coco, el sacamantecas”) que pueblan los callejones oscuros de la noche en busca de niños que no duermen o transitan las calles solitarias a horas intempestivas. Y si eran seres despiadados es más que probable que fuesen horrendos, con atributos físicos muy marcados, además de toda una serie de complementos que tenderían al rechazo y a la evitación. Este acuerdo tácito  basado en el miedo, favorecía a padres e hijos. A los primeros en mayor medida porque, además de reforzar  su principio de autoridad, también cerraba el círculo de protección familiar en torno al niño.    
A Juan Díaz se le probaron unos diez crímenes y es muy probable que se librase de otros tantos. En su carrera delictiva desplegó varias artimañas, pero con mayor pujanza  la del auténtico depredador de los caminos que, previa acechanza, acomete sin consideración a la que se convirtió en su presa preferida: la mujer; la cual, indefensa y lábil, encajaría los descompuestos efectos de una apetencia sexual desmedida y su postrer golpe de gracia. Por lo tanto no era Garayo lo que se dice una divinidad griega que sedujese al más puro y engañoso estilo “Jarabo”; el rechazo que destilaba y sus limitaciones -por no decir nulas artes de seducción- le dejaban sin solución posible de continuidad, tendiendo que actuar así, como una alimaña; con todo el respeto que ésta merece.
Son ya varias las víctimas y los investigadores no logran dar con el autor de los hechos; la cosa empieza a inquietar y la psicosis se apodera de la ciudadanía.  Pero hete aquí que esta leyenda popular del “Sacamantecas” o sus incondicionales a la que he hecho mención, está  a punto de poner nombre y apellidos al perfil criminal que habita en el  inconsciente de una niña. Su representación de caracteres simplificada al máximo, manejando un estudio poblacional tan escueto como el que representan los sujetos cuyas variables físicas y comportamentales resumirían las propias de un Hombre de Cromañón, le lleva, indefectiblemente, a la conclusión de que ése que ha visto por la calle, es el siniestro “Sacamantecas” que le atormenta sus sueños de infancia. Y ahí la tienen, emitiendo su contrastada prueba de veracidad: ¡Ese es! ¡Es él, El Sacamantecas! El revuelo está montado, las gentes de la localidad cuchichean, sopesan la realidad que les muestra la niña y empiezan a apuntar con sus dedos en una misma dirección.
A partir de aquí, lo que le espera a Garayo son una serie de interrogatorios inquisitivos por parte de las Autoridades que le hacen derrotar y declarar su siniestra actividad criminal.
Está claro, la niña no solo puso fin a la errática y desorganizada carrera delictiva del, ahora sí, “Sacamantecas” de carne y hueso, sino que además refutó con su “técnica de profiling más pueril” las teorías de Cesare Lombrosso referidas a su “L’uomo delinquente”.
Juan Díaz de Garayo y Argandoña, más conocido como “El Sacamantecas” fue ejecutado a garrote vil el 11 de mayo de 1881 en la prisión del Polvorín Viejo de Vitoria.

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