Juan Díaz de Garayo y Argandoña, "Sacamantecas" |
Déjenme que les cuente el atisbo
de inocencia que esconde una historia cruel. Sucedió en el último tercio del
siglo XIX en tierras alavesas; se llamaba Juan Díaz de Garayo y Argandoña y,
por tan rimbombante apellido, bien podría haber pertenecido a alguna familia de
rancia estirpe. Pero no, de la presunta cuna solo heredó una vileza que todavía
hoy estremece. Tanto es así que su siniestro currículo nada tiene que envidiar
al del popular “Jack el Destripador”, y si me apuran al del mismísimo Ted
Bundy, por poner dos ejemplos de personajes cuyo siniestro folklore ha
sabido llenar audiencias televisivas y páginas
interminables de negro sobre blanco.
Al final uno se da cuenta de que
no hacerse eco del ruido que tenemos en casa, forma parte de esa tradición tan nuestra
de no comerciar con lo que siempre hemos llamado hechos aislados de la España
profunda, dándole una importancia relativa que nos dura el tiempo justo que
tarda en pronunciarse la palabra amnesia, limitándolo, en el mejor de los
casos, a un aniversario, recordatorio subliminal o referencia histórica que
tenga que ver con algún rifirrafe político. Los trapos sucios se lavan en casa
y ya está.
En este caso bien está
recuperarlo del desván de la memoria para airear alguno de sus pasajes más curiosos.
Mientras lo hacemos, percibamos ese aroma que va del rancio al naftalina a
medida que refrescamos alguna de las leyendas que integran nuestra más viva
tradición. Ésta bien podría tener la apariencia de canción de cuna, o de pacto
entre mayores e infantes para que estos últimos desplegasen toda una serie de
habilidades psíquicas que les pusiese en alerta ante cualquier sensación de
inseguridad, tratando, en la medida de lo posible, que ese aprendizaje
reforzase su seguridad personal ante cualquier ataque externo. Por lo tanto, no
era extraño para entonces ni tampoco hoy, hacer alusiones a determinados seres
despiadados (“el hombre del saco, el coco, el sacamantecas”) que pueblan los
callejones oscuros de la noche en busca de niños que no duermen o transitan las
calles solitarias a horas intempestivas. Y si eran seres despiadados es más que
probable que fuesen horrendos, con atributos físicos muy marcados, además de
toda una serie de complementos que tenderían al rechazo y a la evitación. Este
acuerdo tácito basado en el miedo,
favorecía a padres e hijos. A los primeros en mayor medida porque, además de
reforzar su principio de autoridad,
también cerraba el círculo de protección familiar en torno al niño.
A Juan Díaz se le probaron unos
diez crímenes y es muy probable que se librase de otros tantos. En su carrera
delictiva desplegó varias artimañas, pero con mayor pujanza la del auténtico depredador de los caminos
que, previa acechanza, acomete sin consideración a la que se convirtió en su
presa preferida: la mujer; la cual, indefensa y lábil, encajaría los
descompuestos efectos de una apetencia sexual desmedida y su postrer golpe de
gracia. Por lo tanto no era Garayo lo
que se dice una divinidad griega que sedujese al más puro y engañoso estilo “Jarabo”;
el rechazo que destilaba y sus limitaciones -por no decir nulas artes de
seducción- le dejaban sin solución posible de continuidad, tendiendo que actuar
así, como una alimaña; con todo el respeto que ésta merece.
Son ya varias las víctimas y los
investigadores no logran dar con el autor de los hechos; la cosa empieza a
inquietar y la psicosis se apodera de la ciudadanía. Pero hete aquí que esta leyenda popular del “Sacamantecas” o sus incondicionales a
la que he hecho mención, está a punto de
poner nombre y apellidos al perfil
criminal que habita en el inconsciente
de una niña. Su representación de caracteres simplificada al máximo, manejando
un estudio poblacional tan escueto como el que representan los sujetos cuyas
variables físicas y comportamentales resumirían las propias de un Hombre de Cromañón, le lleva,
indefectiblemente, a la conclusión de que ése que ha visto por la calle, es el
siniestro “Sacamantecas” que le atormenta sus sueños de infancia. Y ahí
la tienen, emitiendo su contrastada prueba de veracidad: ¡Ese es! ¡Es él, El Sacamantecas! El revuelo está montado, las
gentes de la localidad cuchichean, sopesan la realidad que les muestra la niña
y empiezan a apuntar con sus dedos en una misma dirección.
A partir de aquí, lo que le
espera a Garayo son una serie de
interrogatorios inquisitivos por parte de las Autoridades que le hacen derrotar
y declarar su siniestra actividad criminal.
Está claro, la niña no solo puso
fin a la errática y desorganizada carrera delictiva del, ahora sí, “Sacamantecas” de carne y hueso, sino que
además refutó con su “técnica de
profiling más pueril” las teorías de Cesare
Lombrosso referidas a su “L’uomo delinquente”.
Juan Díaz de Garayo y Argandoña, más conocido como “El Sacamantecas” fue ejecutado a
garrote vil el 11 de mayo de 1881 en la prisión del Polvorín Viejo de Vitoria.
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