Hoy, con el permiso del director de la revista y de ustedes, me van a
permitir que les cuente una de esas historias doméstica, humana y trágica,
descarnada y valiente. No sé cuánto puede tener de criminológico, científico o
criminalístico; lo cierto es que me apetece contarla por lo emotiva que me
pareció en aquel momento y también ahora, claro. Una de esas historias que pone en valor
consignas de otro tiempo como el honor, la lealtad y esa serie de valores un
tanto deslustrados que vienen a justificar la entrega y la vocación de unos
cuantos que hoy la llevan a gala. Tan dispuesto se está, que incluso perder la
vida se entremezcla con el catálogo de actitudes que te predisponen a empezar
una jornada que nunca sabes cómo va a acabar.
La cosa comienza en la cena de despedida de un compañero que se va a
otra plantilla. Ya se sabe, viandas para la ocasión y buen vino, retahíla de
recuerdos, anécdotas y chascarrillos varios para disfrutar de una velada que
termina con los reconocimientos y los agradecimientos de una y otra parte. Una emotiva despedida que suele
terminar con aquello de: que tengas suerte allí donde vayas; como si la
falta de ésta fuera crucial en el desempeño de esta función pública que
requiere, para mi gusto, un plus de entrega y dedicación. Ya digo que fue una
sobremesa al uso, de infantería, en plan: (…) te acuerdas de aquella que...;
(…) y aquella otra cuando....; en fin, batallitas que diría aquel, de todo tiempo y lugar, un tanto
desnaturalizadas y frívolas que ayuden a darle ese toque irónico para hacerlas
digeribles. Claro que entre medias se mezcla, en ocasiones, relatos que vienen
a buscar el equilibrio entre lo más descorazonador y lo más humano, lo más
trágico y lo más cómico, un cuarto y mitad de realidad teatralizada para que la
cosa no se vaya de madre. En este contexto Fierro se gira hacia David, le toca
el hombro con gesto fraternal y modula la voz para lanzar al aire una pregunta
que se abre paso fría como un témpano, directa y a corazón abierto: - ¿Cómo fue lo de tu padre? David,
al ser aludido, ni se resuelve incómodo
en la silla, más bien parece haberle agradado la pregunta porque se dispone a
relatar el suceso con el aire de quien sabe que lo hace dignificando el recuerdo
de los que, como su padre, fueron víctimas de un atentado terrorista. Ha pasado
el tiempo, pero a David no le resulta complicado ir desmenuzando los recuerdos
y también lo que venía a decir la sentencia que en su día emitió la Sección
Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Son de esos recuerdos
que están marcados a fuego, filtrados por el cerebro y puestos a buen recaudo
en un estante de la memoria a largo plazo. En aquel atentado falleció su padre,
Andrés Muñoz Pérez, y otro compañero más, Valentín Martín Sánchez. Ambos eran
miembros del TEDAX. Los 296 años a los que fue condenado José Luis Urrusulo
Sistiaga por doce delitos de asesinato, diez de ellos frustrados, y un delito
de estragos, no son nada comparado con el daño moral, irreparable, que deja en
quienes se ven privados de la presencia de un ser querido; un latigazo
siniestro que te deja marcado de por vida. Por aquel entonces Urrusulo Sistiaga
formaba parte de un comando de ETA que había decidido atentar contra alguna de
las empresas que habían participado en la construcción de la autopista de
Leizarán. Las razones, aparte de esa oposición histórica a estar comunicados
con el "país opresor", añaden
el impacto ambiental de la obra. Un miembro del comando decidió enviar el paquete
a Madrid, pero lo hace desde la ciudad de Toledo a través de la empresa Servitrans; sabe cuál es la dirección de Construcciones Atocha
-empresa que ha trabajado en la autovía de Leizarán- y la consigna en el
destinatario. El paquete en cuestión deambula de acá para allá porque la
empresa ha cambiado de dirección. Servitrans-Madrid hace gestiones con su sede en Toledo
para concretar el envío y descubren que la dirección del remitente es ficticia.
Esto infunde sospechas sobre la procedencia del paquete y al final recala en
los TEDAX. Los conocimientos técnicos y la excelente preparación, a veces, no
son suficientes para dar con una nueva incorporación tecnológica -malvada en
esencia como ninguna- que llega dispuesta
a trastocar los protocolos de actuación más rigurosos desde el punto de vista
de la seguridad y que busca, obsesiva, hacer daño a cualquier precio. -Sabréis
de ampollas de mercurio y dispositivos
de inercia pero de células fotoeléctricas estáis caninos, -diría para sus
adentros Joseba Arregui Erostabe, "Fitipaldi", cuando decidió
atribuirse el macabro ingenio de incorporar estos dispositivos en los
artefactos (¡valiente hideputa! -que diría Quevedo). La explosión se produjo
poco después de las siete y media de la
tarde de aquel funesto doce de junio de
1991. Tres quilos de amonal segaron la vida de los dos TEDAX. Decía David que
los únicos enseres que le dieron de su padre fallecido, fueron un reloj de la
marca casio con el cristal ennegrecido y roto por la
explosión, y una alianza de boda. Efectos materiales que podrían resumir una
vida de compromiso y riesgo asumido;
casado con la vida, y, al alimón, haciendo requiebros a diario para
neutralizar los tiempos y envites que propone la muerte.
Durante mucho tiempo, en la casa del asesinado
Subinspector Muñoz, estuvo sonando un ruido que procedía de algún lugar
impreciso. Era un pitido que semejaba el sonido de una alarma. En una ocasión,
moviendo enseres de un lado para otro, descubren de dónde sale el sonido de
alarma que ya casi forma parte de sus vidas. En el interior de un armario hay
una cajita, dentro de ella hay un reloj marca casio con el cristal
ennegrecido y roto. Todos los días, al filo de las siete de la mañana, emite
treinta segundos de alarma incierta. Esa lastimera hora a la que se levantan
los valientes.
Maravillosa,trágica y emotiva historia.
ResponderEliminar