Alcázar de Segovia |
Hay quienes
miran y no ven nada. Hay otros que destilan las esencias de todo aquello que
les rodea con tan sólo abrir los ojos. Dicen que se llama sensibilidad. Sí, esa
que late y da pulso al devenir diario, lo engrandece, lo sublima con delicada
finura. El vate de quien les hablo respira lirismo porque se alimenta de él; lo
encuentra en el alba y en el atardecer, en el sonido del viento, en la lluvia,
en la bruma y en el contraluz de una
encina. Es capaz de interpretar la sintonía visual que compone una hoja de
chopo cuando la estremece el viento; de dar relieve y tacto, sensualidad a la
llanura más obstinada, vacía de contenido para los ciegos de espíritu. Tiene
algo de mágico esto de articular diálogo poético con la pluma sencilla, hábil,
de quien escribe sabiendo que da vida a lo que ve. Mirada amplia hasta el
infinito, destreza para percibir el cristalino adiós de una gota trémula que
llora su marcha en busca de la naturaleza que pisamos; un camino de ida y
vuelta que da sentido a la vida porque nace y muere en la propia naturaleza.
Esta sutileza, esta manera de captar la intimidad de lo evidente, es la grandeza
que atesora quien les hablo. Talento febril, sincopado con los ritmos de una
vida que, aunque convulsa, recupera el aliento cuando su mirada lúcida insufla
el aire necesario; candidato idóneo para recomponer la romanza del tiempo que le ha
tocado vivir.
A mi compañero y amigo Baltasar.
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