El pasado verano
algunos medios de comunicación se hicieron eco de una noticia
que, de ser cierta, hubiese hecho revolver en la tumba al mismísimo Galton.
En televisión y en la prensa escrita, aparecía el siguiente titular: “Nacen
en el Maresme unos trillizos idénticos y con la misma huella”. Dicho
así, para todos aquellos que de un modo u otro creemos en el potencial
identificativo de las crestas papilares, supuso una preocupación temporal.
Había que entrar en harina e ir al fondo del asunto. La duda y la lógica
preocupación se desvanecían por sí solas. Sólo requería seguir leyendo la
noticia para darse cuenta de que se estaba cometiendo un error con motivo de un
hecho, en cierto modo impactante y que, así planteado, rompía los postulados
históricos de un sistema de identificación con rigor y base científica, que
tenía como base las huellas dactilares. Lógicamente, si lo que buscaban eran
cotas de audiencia o protagonismo periodístico por haber dado la primicia, lo
habían conseguido.
Lo que vino después de la alarma fue el reconocimiento del error. Parece ser
que los padres de los pequeños alumbraron a los medios el hecho insólito de que
sus hijos, no solamente eran iguales, sino que también sus huellas dactilares
lo eran, siendo esta la razón por la que cada uno de ellos llevaba una
pulserita de un color que le diferenciaba de los otros dos hermanitos. Los
felices padres quisieron ser tan distinguidos con la noticia, que por unos días
lo consiguieron. Estaban poniendo en jaque un sistema de identificación
globalmente aceptado por la comunidad científica y herramienta clave del
trabajo policial diario. Por supuesto que no vamos a entrar en cómo se gestó la
noticia, si fue un bulo, una machada, o un atrevimiento que respondía a
intereses comerciales. Da igual. Lo que sí es cierto es que dejó un camino
abierto a la controversia, que se contrarresta negando la mayor, esta vez sí,
con una explicación ad hoc de por qué dos huellas no pueden
ser iguales.
Para ello tenemos que ir a los orígenes. El primer postulado parte del hecho de
que las huellas digitales son características exclusivas de los primates y que,
en concreto, en la especie humana, se forman a partir del sexto mes de vida
intrauterina del feto, y no varían a lo largo de toda la vida del
individuo. Pero, llegado este punto, es bueno que demos una explicación somera
de lo que son los dibujos digitales. Cualquiera
de nosotros nos hemos mirado en alguna ocasión las falanges distales de
nuestros dedos. A primera vista, lo que vemos, podría parecernos un
conglomerado de rayas anárquicas que van y vienen sin ningún fin
predeterminado. Pues resulta que no. Estas formas caprichosas que adopta la
piel que cubre la cara palmar de las manos y la plantar de los pies, son la
base con la que trabaja el método de identificación. Y resulta que sus formas,
perfectamente escrutadas y clasificadas, constituyen el fin que hemos adoptado
para su “predeterminación”. La identificación de las personas. Para abundar
más, diremos que los dibujos digitales están constituidos por rugosidades que
forman salientes y depresiones. A los salientes los vamos a denominar crestas
papilares y a las depresiones surcos interpapilares.
A su vez las crestas papilares presentan una disposición de cierto paralelismo
entre sí, hasta que se interrumpen o unen a las crestas colindantes. A estas
interrupciones y uniones las vamos a llamar puntos característicos.
Esto y poquito más es la materia prima que configura el código de barras
que llevamos impreso en nuestros dedos. Pues bien, ¿cuál es su origen? Digamos
que lo que ocurre en el seno materno respecto de la formación de las crestas
papilares, obedece, por un lado, a la carga genética, y por el otro es el
ambiente quien lo determina en su mayoría. El genoma determina las
características más generales de las crestas, mientras que el ambiente, en una
fase posterior, determina los detalles del patrón. Por eso, no nos debe
sorprender apreciar similitudes en los familiares (hermanos, padres,
hijos...), pero sólo eso, similitudes en cuanto al tipo. Nunca igualdades. Lo
demás viene determinado por las condiciones a las que está expuesto el feto
durante su desarrollo en esa fase más tardía.
Hecha esta aclaración volvemos al seno materno y nos
situamos en torno al tercer o cuarto mes de vida intrauterina. La exposición de
la piel en pleno proceso de formación al “ambiente”, esto es, al
líquido amniótico, presión sanguínea, nutrición, temperatura, posiciones del
feto….etc., son factores que interaccionan para dar el aspecto distintivo a la
huella dactilar que, dicho sea de paso, tampoco coincide en los dedos de una
misma persona. Sería algo así como disponer en nuestra palma y en nuestra
planta de unas láminas de plastilina que calcan cada uno de estos factores
ambientales a los que se ven sometidos.
Alguien podía pensar que este innatismo tiene una
utilidad establecida de antemano para la identificación de las personas. Pero
no. Que lo aprovechemos no quiere decir que ese sea su único fin. De hecho, el
fin, naturalmente evolutivo, tiene que ver con la facilidad que supone tener
una piel rugosa en las manos y en los pies, materializada en crestas y surcos
que nos permita coger los objetos. Claro que, nuestros parientes homínidos más
cercanos, por aquello que podríamos denominar un déficit evolutivo,
siguen utilizando las extremidades inferiores (también las superiores) para
coger y cogerse a los objetos, menesteres estos que fueron comunes a nosotros
hace unos pocos millones de años. Así que no nos parezca extraño que también
nuestros primos tengan huellas dactilares.
Han pasado más de cien años de estudios lofoscópicos y,
tras el conocimiento empírico (experiencia y práctica), se ha determinado que
no existen dos huellas iguales. Dicho de otro modo, no existen dos personas que
hayan podido experimentar las mismas circunstancias (genoma + ambiente) que
dieran lugar al mismo dibujo final. Para los amantes de la estadística, un
dato. En unas pruebas realizadas por el FBI, se concluyó que la probabilidad de
que una impresión se repitiera de igual forma en dos individuos diferentes, era
de 1 por 10 elevado a 97. Lo que equivaldría a decir que la probabilidad es
cero, pues pensemos que en toda la historia de la humanidad no han existido ese
número de huellas. Descansa Galton.
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