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jueves, 12 de enero de 2012

Lazarillos del Siglo XXI






La picaresca fue un estilo literario que reflejó parte de la realidad social de la España del siglo XVI. El pícaro era quien encarnaba todos los “valores” del detrito social. Personalizaban a pequeña escala la holgazanería, el hurto, el pillaje, el falseamiento, la calumnia, la mentira, la estafa……, cualquier cosa con tal de malvivir y llevarse un pedazo de pan duro a la boca. Cualquier bajeza encontraba asiento en aquel antihéroe de la época. España vivía un fuerte contraste social. Por un lado conquistaba allende de mares y por el otro alimentaba miserias y sordidez de puertas a dentro. Así surge este tipo de literatura, y con ella un protagonista que perfeccionándose en la escuela  de los siglos, llega hasta nuestros días con un estilo renovado. En apariencia caduco, pero no tanto. Siempre habrá alguna víctima que lo haga bueno.


            En la paleta del hampa hay colores –especialidades- de lo más variopinto. Los de rabiosa actualidad llegan de la mano de la globalización, del aquí y ahora. Pero hay un buen puñado de ellas que por raigambre histórico  merecen un respeto. Y es que, a pesar de ser supuestas y archiconocidas por todos, todavía hay “listos” que pretenden serlo más que aquéllos otros que han cursado  sus doctorados de habilidad social en la universidad de la vida. Pero ojo, porque sin ser mayoría, también la ingenuidad de otros pocos hace buenas las pretensiones de estos Lazarillos del siglo XXI. Los medios de comunicación y los gabinetes de prensa de las distintas policías, refieren con cierta frecuencia especialidades de estafas, timos o híbridos de una y otra cosa. Quien haya sido víctima alguna vez, sabrá de lo que hablamos, y, del resto, que les suene, porque detrás de estos inofensivos sustantivos se esconde una panoplia interesante de virtuosos y no precisamente del violín. Hablamos de oficios de rancio abolengo como triles, tocomochos, estampitas, nazarenos.... El pícaro de la antigüedad respondía a un perfil que tenía que ver con la aventura, el viaje de subsistencia, la astucia y sobre todo el ingenio reforzado por una verborrea apabullante. Básicamente esta cualidad es incorporada por los nuevos pícaros; con unas lógicas evoluciones que afectan al manejo de sus artes.  Las que nombramos son clásicas, pero no por ello han perdido efectividad en estos tiempos modernos. Si no consiguen sus fines, serán un buen escaparate de la historia patria para cuantos espectadores paseen, por ejemplo, por La Rambla de Barcelona, el paseo marítimo de Lloret de Mar o la Calle Sierpes de Sevilla.

            Si nos centramos en la puesta en escena de los triles, veremos que la logística es bien sencilla. Una mesa de tijera o una caja de cartón tras la que se coloca el tirador (timador) y sobre ella tres naipes o una bolita (borrega) que el ejecutor oculta con tapones de botella o cáscaras de nuez (pastos). A este escenario habría que añadir los ganchos que se disponen en corro y apuestan como jugadores anónimos, llamando con ello la atención de las verdaderas víctimas. A veces, estos últimos consortes u otros que permanecen en las inmediaciones, son los que ejercen de aguadores cuando detectan la presencia de la Policía. El tinglado adquiere redondez con la presencia de un incauto, primo o pringao. La única finalidad del juego es arrebatar el dinero (desplumar) al ingenuo viandante que cree que éste se ejecuta de igual a igual y con absoluta trasparencia, fiándolo todo a una cuestión de suerte. Por lo tanto, el juego es el medio para el engaño, desempeñando un papel importante, entre otros actores, la habilidad del ejecutor que moviendo cartas o pastos te deja, cuando quiere, que adivines donde se esconde la pieza seleccionada.

            Como grupo organizado que es, el reparto de tareas está perfectamente tasado. La del virguero tiene su importancia y en orden creciente vendría la de los ganchos que orbitan en torno a él, cuya labor consiste en pescar primos que protagonicen, sin saberlo, su papel a pelo. Listos o ingenuos mantienen un pulso con la maestría. Es el cara a cara de la destreza con una codicia desarmada y abonada al infortunio si nadie lo impide. Lógicamente en este estado de cosas ¿cómo delimitar lo que es un puro juego en desventaja de lo que sería una estafa, si el ánimo de lucro del denunciante –si hubiese una materialización de ésta­- es aún mayor que el de sus contendientes? De no ser así, por un lado pasaría a formar parte de la cifra negra oficial, y por el otro a la cifra vergonzante del derrotado. Pero como de todo se aprende, la misma noche del palo, mientras duerme, una voz de ciego golpeará su subconsciente y le dirá: “¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud”[1]


[1] El Lazarillo de Tormes. Anónimo, 1550.

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